Se me hacía hermoso que te sacudieras la arena. Que se deslizara granito por granito entre las curvas de tu espalda. Dormías, como siempre, inmóvil. Me asusto algunas noches porque no sé si te vas a otro lado o estás muriendo sin que me dé cuenta. Es por eso que te quejas, gimoteando entre sueños, porque te arrastro brutalmente hacía mí para saber si aún respiras. Supongo que entenderás que me gusta verte viva y caminar con tus pelos largos y por eso, mejor me aseguro. También intento adivinar qué sueñas para recordártelo porque a veces no te acuerdas y cuando me los cuentas te ves tan linda.
No lo sabes, pero a veces me despierto por las noches y me entretengo mirando como tiritan tus párpados y tus labios se aplastan de costado sobre la almohada. Tus manos saltan, ¿lo sabías? Lo hacen de maneras violentas y juego a adivinar cuál de tus dedos iniciará esa tierna convulsión. Y sonrío y tú no me ves porque duermes y lo haces tan profundamente que intento imitarte y me duermo con una breve sonrisa. Y claro, también están esas noches en las que de pronto pienso que tal vez en la mañana te levantes y no me quieras más, y mis ojos se achican para mirarte malignamente, pero una mano tuya lo advierte y salta para hacerme reír, y entonces me duermo pensando que tal vez no sea mañana cuando te despidas.
El mar está lleno de malaguas y por eso estoy echado, mientras duermes boca abajo, mirando tus pelos apilados en un moño y tu piel expandida tan uniformemente por tu cuerpo. Cuando la repaso con mis manos tengo miedo de lastimarla o de generarle algún desgaste o, peor aún, una arruga de esas que uno tiene en la corbata y no sabe cómo llegaron ahí. No tendría más remedio que mirar a otro lado y silbar mientras preguntas de dónde salió esa arruga que no tenías. Sí, me avergüenza, pero también imagino cómo será en unos años y lo tierno que sería acariciarla y mentirte que sigue tan suave como ahora, pero eso lo pienso menos por el temor a acostumbrarme a pensarlo y luego no poder dejar de hacerlo y tener que acariciar mi camisa porque ya no estás.
En esas tonterías suelo pensar, pero no ahora que el mar está lindo, aunque las malaguas nos saquen la lengua. No pienso en el mar, sino en ti como siempre. Muchas veces me he tenido que coger los párpados y estirarlos hasta que casi me den la vuelta a la cabeza porque cuando un poquito se cierran, tú aprovechas y te metes con olores y todo, y en los restaurantes, con otra gente no es muy bien visto el cerrar las ojos a menos que sea para estornudar, mejor de costado y con el pañuelo. Creo que algo hiciste sin que yo me dé cuenta ese jueves en el que tuve que devolverte unos discos. Tal vez algo en la cerveza que tomamos. Recuerdo que fueron varias veces que me levanté para ir al baño, no tantas porque me encantaba mirar tus ojos, pero las suficientes para que algún brebaje sea mezclado. O tal vez en tu forma de bailar había algo de esotérico que yo no entendía y me embrujaba. Ya sabes que los esoterismos solo me gustan con limón y un poco de fuego para adornar.
Por qué tus ojos tienen tantas formas de hablar. Es su culpa que yo te mire tanto porque ni bien volteo y ya me empiezan a susurrar cosas y a molestar para llamar mi atención. La vez pasada uno de ellos se puso a hacer figuras de sombras en la pared y cuando volteé el muy cínico fingía mirar la película. No como ahora que miran tus sueños, de afuera hacia adentro, mientras intento sacudirte un poco el agua del mar que te salpiqué, porque una malagua pasó bajo mi brazo y el ardor y me tuve que sobar, y bueno, te mojé un poco. Pero tú no te inmutas y me provoca arrastrarte a mí y besarte, pero es la playa, hay gente, y el miedo oculto a que no quieras.
Sí, sé que es la segunda vez que menciono lo del miedo. Pero, quién podría dejar de pensar en eso después de lo que conversamos ayer. Es decir, soy tan torpe que no sabía que tenías tanto miedo y que yo moría de espanto. Ahora es asombro porque nunca fuiste tú quien hablaba de esas cosas importantes. Claro, no lo patenté pero es como que monopolicé entre tú y yo, la histeria, el miedo y el drama con el que suelo decir o no decir las cosas. Y tú me dijiste que querías hablar y yo pensé que la luna caería de amor como estaba a punto de hacerlo yo. Los miedos, la confianza y las palabras que asustan y todas esas cosas de las que hablan un par de adolescentes tardíos y lo hicimos sin parafernalias, honestos, desarmados. Todas esas cosas reventaban en nuestras bocas como pop corn en las mismas bocas que cada vez se besan con menos miedo. Es como si nuestros cuerpos hubieran asumido nuestra cercanía mejor que nosotros. Salvo cuando caminamos que uno no sabe si apretar la mano o acogerla suavemente, o no tomarla porque es muy cursi o estrecharla como símbolo de seguridad. Y me río, por dentro, mucho. De sentir que hay cosas que reinventar juntos, y sí estoy lleno de palabras inmensas como reinventar que suenan a mucho y en realidad podría decir que tú y yo tenemos pececitos en el alma y sería lo mismo y es lo mismo que decir te quiero cuando importa, así no más, tirárselo en la cara al otro para que se haga unos lentes que le queden lindo y vea todo a través de ellos.
Está apunto de atardecer y sigo pensando en que conversar contigo es una forma breve de acercarnos. Como cuando tus ojos, y Pulpos, y la primera vez que pude mirarte las pupilas porque era la primera vez que no quería mirar nada más que tus ojos. Y entonces ayer nos acercamos y dijimos importancias y las sentimos poco pesadas como siempre que conversamos sin cercas ni alambres, decimos importancias y abrazamos sonseritas. Porque a veces el miedo nos cose la boca o nos la abre demasiado, y es como las malaguas que nos alejan del mar, pero qué me importa y ahora me arde el veneno, pero soy feliz porque el mar estaba tibio porque te salpiqué otra vez y eso te despertó y lo hiciste con una sonrisa y un beso. Tal vez sea mañana que te despidas, tal vez me despida yo, pero te habré arrimado una vez más hacia mí y sabré que sigues viva y que me quieres porque me has elegido demasiadas veces, sin saberlo, y que te quiero porque te elijo, mar.
Te levantas y te acercas al mar, hay malaguas y me alegra que no te puedas meter porque te puedes enfermar de la garganta. Te miro desde aquí y te aviso si una malagua inmensa de esas que vimos muertas en la orilla, merodea. Te lo digo no para que no te metas al mar, sino para que me digas si quieres que te ayude a esquivarla o te mire desde aquí, solo porque saber que alguien mira por si acaso hace que las olas se vean más pequeñitas. Te quiero mucho y, claro, uno nunca sabe cómo es esto, pero sabe cómo no quiere que sea, entonces me siento mejor. Ahora me preguntas en qué pienso y me he puesto a balbucear como un tonto, y sonrojado te he dicho que en nada y he sonreído. Para algunos de nosotros es difícil decir lo que se siente porque las malaguitas en la boca y por sentirse idiota. Creo que eso pasa cuando uno dice cosas a alguien que le importa.
En fin, el sol ha comenzado a caer y tú manejas de nuevo, yo soy el copiloto inútil en caso de emergencia, nuevamente. Aún tengo un poco de arena en los pies y pececitos en el alma porque tus ojos otra vez me están molestando, porque el miedo no me paraliza, porque las malaguas se quedaron en el mar y porque espero que me tomes la mano al hacer los cambios. La acabas de rozar de casualidad, antes de poner tu dedo en mi mejilla y renegar por el tráfico.
Mostro Pelikanman
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